Soundless
Para Retos Ilustrados.

Quería morir. Desaparecer para siempre. O mejor, hacer como si nunca hubiese existido. La vida realmente es un asco. Tienes un trabajo en donde trabajas por horas por una miseria, un apartamento de unas diminutas dimensiones, y lo único que te salva de no suicidarte es un hombre. ¡Era la persona más detestable de todo el maldito mundo!

Y ahora, ¿qué iba a hacer? La única persona que me mantenía con un poco de esperanza se había esfumado para siempre. Ahora estaba enterrada en lo más profundo de la tierra. Me habían despedido de ese maldito empleo por no ir dos días, en los que fue el funeral de mi novio.

Verdaderamente, la vida era un asco. Era de lo peor.

Respiré profundamente. Si seguía así terminaría ahorcándome o algo peor, y ya estaba lo suficientemente grandecita para andar pensando en eso.

Y aún así seguía creyendo que era la mejor opción.

Caminé más lentamente hacía mi casa, con miedo de quedarme sola. Al menos en el parque las personas impedirían que me matase con una roca. Paso por una gran multitud de gente, y no puedo evitar acercarme para ver qué tanto miran. La verdad no es que me interesase, pero estos días buscaba cualquier excusa para no regresar a casa.

Y ahí estaba: un maldito bufón.

Los niños se reían, y los padres le aplaudían mientras dejaban algunas monedas en un sucio gorro tirado en el piso. Yo sólo intenté contenerme. No estaba de humor para las entupidas bromas de un estúpido payaso.

Quise alejarme de la gente, pero por alguna razón termine al frente. Obviamente podían distinguirme de los diez niños que se encontraban ahí cerca. No era que fuera muy alta: ellos eran extremadamente pequeños. El mayor debía tener a lo mucho cuatro años, y el payaso los entretenía fácilmente.

Ahora entendía porqué los padres le dejaban tanto dinero. Entretenía a unos mocosos que no sabían nada de la vida y que se la pasaban haciendo alboroto felizmente en su casa, ¿por qué no dejar que alguien los dejara quietos por poco dinero?

Cuando me iba a dar la media vuelta, él me tomo de la mano. Estaba a punto de darle un buen golpe.

—Una preciosa carita no debería estar triste —me dijo, y luego sonrió. Yo intenté sacarme. La opción de golpearlo se había esfumado: tenía unos hermosos ojos verdes, propios de un infante.

—Y tú no deberías hacerles creer a los niños que todo está bien —le solté de repente. No pude contenerme, había estado demasiado tiempo resentida.

—¿Para qué sufrir, cuando existe la posibilidad de ser feliz? —me preguntó, y luego me soltó.

—No hay tal posibilidad en mi caso —le respondí mientras me alejaba de la multitud. Me dirigí a mi casa, y como siempre, me senté en el piso de rodillas, mientras dejaba que sólo una lágrima resbalara por mi mejilla.

Jamás supe su nombre. Tampoco lo volví a ver. Él era un maldito bufón que había arruinado mi reencuentro.